Corrían finales de los 80. Mi niñez me encontraba sentado en los viejos tablones de 1 y 57 preguntándome una y otra vez después de una derrota: “¿Lo veré alguna vez campeón a Estudiantes?”. Con la cabeza metida entre las piernas y tapado por la capucha del buzo que acostumbraba a llevar a la cancha, me escondía con mi bronca y mi tristeza por llegar siempre a la misma respuesta: “¡Qué lejos está de que esto ocurra!”. El llanto llegaba y mi corazón de pibe se estrujaba como quien no encuentra razón al porqué de su desdicha.
A pesar de mi angustia, estaba claro que nada me detenía. Cuando se acercaba el siguiente fin de semana ahí estaba yo, firme, con la ilusión renovada, con la fe intacta de que todo cambiaría. Recuerdo insistirle a mi viejo para que me llevara de visitante, mi amor por el Pincha iba creciendo a medida que lo escuchaba a él y a mi abuelo contar sobre los días de gloria. Ya desde entonces aparecían los nombres de Mangano, Zubeldía, Bilardo, Verón, Manera, y tantos otros. Recuerdo cómo prestaba atención a las historias que me contaban de esos increíbles muchachos, podía pasarme horas escuchando sobre aquellas epopeyas llenas de enseñanzas. Del partido que le dimos vuelta a Platense cuando perdíamos 3 a 1, de las guerras en Montevideo por la Copa, de la batalla mítica en Manchester, de la multitud que viajó al Chateau para dar la vuelta, de los duelos de escuelas contra el Independiente de Bochini o de la hazaña conseguida ante Gremio con 7 jugadores.
La realidad era esa. Por un lado, estaba ese conjunto de valores y preceptos que iban nutriendo mi identidad como persona y que tanto me gustaba repetirle a los demás. No había cosa más linda que decir “Yo soy Pincha por esto, esto y esto”, para poder sentir en carne propia el orgullo de que el conocimiento que me estaban transfiriendo los mayores estaba siendo asimilado. Pero por otro lado, estaba la frustración de ver cómo toda esa teoría incorporada no tenía su correlación con la práctica. Frases como “Ustedes viven de recuerdos” o “Vos nunca lo viste campeón” taladraban mi pobre cabeza que no le encontraba escapatoria a esa cruel pesadilla.
Y la pregunta eterna que volvía, pero esta vez para mi viejo: “Pá, ¿cuándo vamos a salir campeones?”. A lo que él me respondía “Ya va a llegar, quedate tranquilo”. Sinceramente, no sé si lo hacía para tranquilizarme, para que lo deje de hinchar o porque realmente lo sabía. Quiero confesar que por momentos me ofuscaba tanto que me pasaba horas maldiciendo a Dios, como si Él tuviera la culpa. Es que yo pensaba que mi pedido era simple, tampoco estaba rogando por la paz mundial. Solo quería vivir lo que mi viejo y mi abuelo habían vivido, quería formar parte de ese grupo de elegidos, quería ser héroe como ellos, quería gritar “campeón” y emocionarme, quería vivir yo mismo la mística de aquel grupo de hombres comandados por Don Osvaldo.
Pasaron años que parecieron siglos y mi esperanza que se extinguía como la llama de un fuego que no encuentra oxígeno para mantenerse viva. A pesar de tener más años, mi vida seguía redundando en esa maldita pregunta, esa que tenía desde aquel tiempo de niño en que me sentaba sobre aquellas resquebrajadas maderas.
Pero un día algo cambió. La monotonía que rondaba la realidad de Estudiantes se rompió para siempre. Era la vuelta de Bilardo como técnico la que ponía una luz de ilusión en nuestro camino para unir más que nunca a la familia pincharrata. Pero esto iba más allá de creer que con su regreso existía la posibilidad certera de conseguir un campeonato. Para nuestra generación significaba otra cosa. Para nuestra generación era empezar de una vez por todas a corroborar toda la historia que habíamos mamado de pibes, era trasladarse por un momento al equipazo del 82 con ese mediocampo de lujo, era estar en Constitución aquella mañana en que Zubeldía les decía a sus dirigidos lo que era realmente trabajar. Eran esas cosas y muchas más.
Fue en ese contexto donde apareció un hombre. Un hombre de la casa, un hombre con historia que volvía con un propósito. Un hombre que se había ido de joven para triunfar en Europa, justo antes de devolvernos a Primera con tan solo 20 años. Fue allá por el 2006 cuando, con 31 primaveras y en plena vigencia, la Bruja se subió a la escoba, esa que había heredado de su padre, y cruzó el Atlántico para embrujar a toda una ciudad que lo esperaba. ¡Y cómo lo esperaba! Recuerdo ese momento y se me eriza la piel. Miles de almas reunidas para agradecer el amor incondicional de un hijo que emprendía su regreso soñado.
La ilusión fue inmediata, bastaron pocos minutos de verlo en cancha para tomar real dimensión de la calidad de jugador que se trataba. Pero créame que eso no fue lo único, no fue lo más importante. Había otra cosa, algo distinto que empezaba a gestarse. Era el mensaje. Nos hablaba a nosotros, a nuestra generación. En realidad les hablaba a todas, pero para la nuestra tenía una relevancia única. Dicen que cada cierta cantidad de años bajan a la Tierra maestros llenos de sabiduría para indicarle a la gente el camino correcto. Bueno, no me caben dudas de que Verón para Estudiantes fue uno de ellos. Al igual que nosotros, era un hincha que tenía toda la teoría incorporada pero con una diferencia clave, poseía las virtudes para llevarla a la práctica.
Así empezó todo, de a poco, como van transitando los proyectos que se sustentan con trabajo y humildad. Fue entonces que el capitán agarró la bandera y todos nos encolumnamos detrás de él. Y empezamos a caminar, más unidos que nunca, convencidos de que íbamos en busca de nuestro destino. Así vino un triunfo tras otro para lograr una racha impresionante, con el 7 a 0 como huella inmortal de aquel mágico campeonato.
A pesar de mi angustia, estaba claro que nada me detenía. Cuando se acercaba el siguiente fin de semana ahí estaba yo, firme, con la ilusión renovada, con la fe intacta de que todo cambiaría. Recuerdo insistirle a mi viejo para que me llevara de visitante, mi amor por el Pincha iba creciendo a medida que lo escuchaba a él y a mi abuelo contar sobre los días de gloria. Ya desde entonces aparecían los nombres de Mangano, Zubeldía, Bilardo, Verón, Manera, y tantos otros. Recuerdo cómo prestaba atención a las historias que me contaban de esos increíbles muchachos, podía pasarme horas escuchando sobre aquellas epopeyas llenas de enseñanzas. Del partido que le dimos vuelta a Platense cuando perdíamos 3 a 1, de las guerras en Montevideo por la Copa, de la batalla mítica en Manchester, de la multitud que viajó al Chateau para dar la vuelta, de los duelos de escuelas contra el Independiente de Bochini o de la hazaña conseguida ante Gremio con 7 jugadores.
La realidad era esa. Por un lado, estaba ese conjunto de valores y preceptos que iban nutriendo mi identidad como persona y que tanto me gustaba repetirle a los demás. No había cosa más linda que decir “Yo soy Pincha por esto, esto y esto”, para poder sentir en carne propia el orgullo de que el conocimiento que me estaban transfiriendo los mayores estaba siendo asimilado. Pero por otro lado, estaba la frustración de ver cómo toda esa teoría incorporada no tenía su correlación con la práctica. Frases como “Ustedes viven de recuerdos” o “Vos nunca lo viste campeón” taladraban mi pobre cabeza que no le encontraba escapatoria a esa cruel pesadilla.
Y la pregunta eterna que volvía, pero esta vez para mi viejo: “Pá, ¿cuándo vamos a salir campeones?”. A lo que él me respondía “Ya va a llegar, quedate tranquilo”. Sinceramente, no sé si lo hacía para tranquilizarme, para que lo deje de hinchar o porque realmente lo sabía. Quiero confesar que por momentos me ofuscaba tanto que me pasaba horas maldiciendo a Dios, como si Él tuviera la culpa. Es que yo pensaba que mi pedido era simple, tampoco estaba rogando por la paz mundial. Solo quería vivir lo que mi viejo y mi abuelo habían vivido, quería formar parte de ese grupo de elegidos, quería ser héroe como ellos, quería gritar “campeón” y emocionarme, quería vivir yo mismo la mística de aquel grupo de hombres comandados por Don Osvaldo.
Pasaron años que parecieron siglos y mi esperanza que se extinguía como la llama de un fuego que no encuentra oxígeno para mantenerse viva. A pesar de tener más años, mi vida seguía redundando en esa maldita pregunta, esa que tenía desde aquel tiempo de niño en que me sentaba sobre aquellas resquebrajadas maderas.
Pero un día algo cambió. La monotonía que rondaba la realidad de Estudiantes se rompió para siempre. Era la vuelta de Bilardo como técnico la que ponía una luz de ilusión en nuestro camino para unir más que nunca a la familia pincharrata. Pero esto iba más allá de creer que con su regreso existía la posibilidad certera de conseguir un campeonato. Para nuestra generación significaba otra cosa. Para nuestra generación era empezar de una vez por todas a corroborar toda la historia que habíamos mamado de pibes, era trasladarse por un momento al equipazo del 82 con ese mediocampo de lujo, era estar en Constitución aquella mañana en que Zubeldía les decía a sus dirigidos lo que era realmente trabajar. Eran esas cosas y muchas más.
Fue en ese contexto donde apareció un hombre. Un hombre de la casa, un hombre con historia que volvía con un propósito. Un hombre que se había ido de joven para triunfar en Europa, justo antes de devolvernos a Primera con tan solo 20 años. Fue allá por el 2006 cuando, con 31 primaveras y en plena vigencia, la Bruja se subió a la escoba, esa que había heredado de su padre, y cruzó el Atlántico para embrujar a toda una ciudad que lo esperaba. ¡Y cómo lo esperaba! Recuerdo ese momento y se me eriza la piel. Miles de almas reunidas para agradecer el amor incondicional de un hijo que emprendía su regreso soñado.
La ilusión fue inmediata, bastaron pocos minutos de verlo en cancha para tomar real dimensión de la calidad de jugador que se trataba. Pero créame que eso no fue lo único, no fue lo más importante. Había otra cosa, algo distinto que empezaba a gestarse. Era el mensaje. Nos hablaba a nosotros, a nuestra generación. En realidad les hablaba a todas, pero para la nuestra tenía una relevancia única. Dicen que cada cierta cantidad de años bajan a la Tierra maestros llenos de sabiduría para indicarle a la gente el camino correcto. Bueno, no me caben dudas de que Verón para Estudiantes fue uno de ellos. Al igual que nosotros, era un hincha que tenía toda la teoría incorporada pero con una diferencia clave, poseía las virtudes para llevarla a la práctica.
Así empezó todo, de a poco, como van transitando los proyectos que se sustentan con trabajo y humildad. Fue entonces que el capitán agarró la bandera y todos nos encolumnamos detrás de él. Y empezamos a caminar, más unidos que nunca, convencidos de que íbamos en busca de nuestro destino. Así vino un triunfo tras otro para lograr una racha impresionante, con el 7 a 0 como huella inmortal de aquel mágico campeonato.
Y finalmente llegamos al Amalfitani. Por primera vez en mi vida me encontraba frente a aquella terrible pregunta. Tenía miedo, no les voy a negar. Pero como dice la frase "un campeón puede tener miedo a perder, pero los demás tienen miedo a ganar". Boca se puso en ventaja pero se lo dimos vuelta. En el ambiente se sentía la mística de aquel plantel de guerreros que estaban dispuestos a quedar en la historia. El pitido final de Pezzotta me encontró en un mar de lágrimas que jamás pensé que era posible tener. Lloré con el corazón, con las entrañas, con la cabeza, con cada centímetro de mi cuerpo. Lloré con fuerza. La imagen mía de niño me venía permanentemente a la mente. Ver a la Bruja abrazarse con su viejo antes de levantar la copa poniéndose la camiseta en memoria al Ruso Prátola era todo un mensaje. Estudiantes es familia. Entonces no dudé. Con la poca fuerza que me quedaba, sujeté el asiento con mis manos y lo arranqué de cuajo. Y lo abracé, porque ese asiento no era un simple pedazo de plástico. Ese asiento sería el testigo del relato que les contaría a mis nietos: "Acá su abuelo gritó campeón por primera vez".
Pero no todo se quedó ahí. Apoyado en la sapiencia del maestro Alejandro Sabella, la Bruja fue en busca de la utopía: la Copa Libertadores de América. Imagínense que si yo de pibe veía muy lejana la chance de ganar un torneo, ni hablar del campeonato máximo del continente. Pensaba que era prácticamente imposible. Fue entonces que la magia empezó a aparecer de nuevo. Otra vez seguimos al líder, al comandante de la escoba. En los viajes al exterior ya se podía sentir algo. Las noches en el Centenario se asemejaban a las noches en que el equipo de Zubeldía se batía a duelo con los temibles Peñarol y Nacional. Seguíamos avanzando en las fases y mi cordura que amenazaba con perderse para siempre. La realidad se parecía al más perfecto de los sueños pincharratas.
Y llegamos al Mineirao. ¿Qué más quieren que les cuente? Una multitud pincha dejando hasta la última gota de aliento para intentar callar a las 60 mil almas locales. Estábamos ahí, con la ilusión latente. Solos contra todos, escuchando cómo se agrandaban los hinchas del Cruzeiro diciéndonos que nos iban a pasar por arriba. Nosotros sonreíamos, mirábamos callados. Estábamos agazapados como leones que vigilan en silencio a una presa esperando el momento de dar el zarpazo.
La noche empezó trunca, como en aquel día de la final contra Boca. Pero la Bruja no estaba dispuesto a que esa posibilidad de gloria se esfumara sin antes luchar. Fue así que, otra vez, el 11 agarró la bandera roja y blanca llevando al equipo hacia adelante para dar vuelta el partido. Los últimos minutos fueron un parto. El pitido final del árbitro me reencontró con el llanto, con ese mismo que me había visitado en el Amalfitani. "Somos campeones de América", repetía una y otra vez mientras me abrazaba con amigos y extraños. Entonces en ese momento me di cuenta de todo. En ese momento fui por un segundo mi viejo dando la vuelta en cancha de Independiente, fui mi abuelo emocionado en Old Traford, fui Don Osvaldo y Mangano diagramando el equipo en el Country, fui Bilardo llorando en Córdoba agradeciéndole el título a Zubeldía, fui Malbernat y Pachamé en aquellas batallas coperas, fui Juan Ramón Verón bailando a los defensores del Palmeiras. En ese momento recordé las palabras de mi viejo "Ya va a llegar, quedate tranquilo". Y llegó, porque en Estudiantes los ciclos se repiten. Y lo estaba viviendo ahí, en persona. Ahora yo también era leyenda, yo también era héroe. Ahora ya tenía todo lo que tiene que tener un Pincha para predicar nuestra filosofía.
Es por eso que es imposible no rendirle homenaje y agradecerle al jugador más preponderante de la vida de Estudiantes. Hoy se retira un grande. No me pida que sea objetivo, no le pida coherencia a mi relato. De ahora en más solo me dedicaré a contar historias. Y cuando el día de mañana mi nieto me pregunte quién fue aquel pelado de barba candado, yo les voy a contestar entre lágrimas lo siguiente:
"Juan Sebastián Verón fue el hombre que le enseñó a soñar a toda mi generación".
Por lo menos así lo siento yo